El Nuevo Testamento es el conjunto de veintisiete libros, escritos por los Apóstoles o por sus discípulos directos, que forma la segunda parte de la Biblia. Recibe el calificativo de «Nuevo» en contraste con el grupo de libros sagrados procedentes del judaísmo que la Iglesia asumió como primera parte de su Biblia, y a los que llamó, en consecuencia, «Antiguo Testamento».
El término «Testamento» viene de la traducción latina de la palabra griega diatheke, que significa «alianza». Se refiere a la alianza o pacto por el que Dios se da a conocer y se muestra favorable al hombre, y por el que éste se compromete a reconocerlo como su Dios y a cumplir sus mandamientos. En cuanto que esa alianza queda reflejada por escrito, bien en forma de promesas y leyes otorgadas por Dios, bien en forma de narraciones sobre las circunstancias y el modo en que se realiza el pacto, el término «alianza» se emplea para designar unos escritos. La palabra «Testamento» sin embargo alude más directamente a esos mismos escritos en los que se conserva consignada la alianza, al modo como en los testamentos se conservan las últimas voluntades. En este sentido San Pablo habla de «la lectura del Antiguo Testamento» 1 para designar los libros de la Ley y de los Profetas, en los que queda reflejada la Alianza que Dios estableció con su pueblo por mediación de Moisés, y las promesas que le hizo posteriormente.
El «Nuevo Testamento» está formado, por tanto, por los libros en los que queda consignada la Nueva Alianza de Dios con los hombres realizada por mediación de Nuestro Señor Jesucristo, como cumplimiento de las promesas anteriores y en sustitución de la Antigua. Los escritos del Nuevo Testamento «nos ofrecen la verdad definitiva de la Revelación divina. Su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo» 2.
Estos escritos vieron la luz en la segunda mitad del siglo I e iban dirigidos a comunidades particulares. Unos están avalados por la revelación de Jesucristo resucitado a sus autores 7; otros se presentan como testimonios que garantizan la tradición recibida desde el principio por quienes habían sido testigos de la vida de Jesús 8, o por quienes, habiéndola escuchado a los Apóstoles, la presentaban como Evangelio 9 o por quien escribía habiendo cotejado todo minuciosamente desde el principio10. Para sus autores las palabras de Jesús tenían una autoridad superior a cualquier otra ley11, y las «Escrituras» anteriores se entendían como un medio para mostrar la verdad del Evangelio predicado por los Apóstoles12. La Persona de Jesucristo, sus palabras, y el Evangelio predicado, constituían la norma definitiva o «canon» para la primera generación cristiana, y en todo ello veían cumplidas las antiguas «Escrituras». Los nuevos escritos, por tanto, habían de tener más autoridad que aquellas «Escrituras» porque en ellos se transmitía a Jesucristo.
Con la expresión «Memorias de los Apóstoles» San Justino parece referirse a los evangelios y, aunque no informa sobre cuántos eran éstos ni cuáles, por las referencias que hace en sus escritos, así como por otras referencias que se encuentran en los escritores eclesiásticos de esa época, puede verse que los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan son conocidos en la mayor parte de las iglesias y tenidos como auténtica tradición apostólica. Será hacia el año 180 cuando San Ireneo de Lyon, buen conocedor de las iglesias de oriente y occidente, establece por vez primera que los evangelios canónicos son cuatro y solamente cuatro. Sale así al paso de quienes, refundiendo los evangelios existentes, se atenían a un solo escrito evangélico, como Taciano en Siria o Basílides en Alejandría, o a quienes aceptaban otros escritos de carácter evangélico que ya circulaban también por las iglesias, los que hoy llamamos «evangelios apócrifos». Éstos, o bien contenían doctrinas discordantes con la Tradición recibida de forma viva, o no gozaban de originalidad apostólica. Hacia el año 200 el gran maestro de Alejandría, Orígenes, recogiendo la propuesta de San Ireneo, escribía: «La Iglesia sólo tiene cuatro evangelios, los herejes muchísimos»14.
La primera vez que aparece la lista completa y cerrada de libros del Nuevo Testamento tal como hoy la tenemos, aunque en un orden distinto, es en la 39 Carta Festal, o anunciadora de la Pascua, de San Atanasio de Alejandría, escrita el año 367. A esa misma lista se atendría más tarde San Agustín17 y fue propuesta en los Concilios de Hipona (año 393) y III de Cartago (año 397). En el año 405 es ratificada por el Papa Inocencio I en una carta al obispo de Toulouse (Francia), Exuperio; y posteriormente en diversos concilios celebrados tanto en oriente como en occidente. De esta forma se va creando en la Iglesia universal la unanimidad respecto a los libros que integran el Nuevo Testamento, hasta que finalmente, frente a Lutero y a los reformadores que subestimaban algunos de ellos, la Iglesia definió en el Concilio de Trento (año 1546) la relación exacta de los libros que componen el Canon del Nuevo Testamento.
En este largo proceso de discernimiento de los libros del Nuevo Testamento la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo que asistía, y asiste, a sus pastores, discernía cuál era la Tradición apostólica originaria y, en consecuencia, su propia identidad. Solamente desde la Tradición viva, que desde los tiempos apostólicos se transmitía en las comunidades cristianas, y de la que son testigos excepcionales los Santos Padres, podía discernir la Iglesia cuáles eran los libros del Nuevo Testamento. «Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operativa»18. Si finalmente el Canon del Nuevo Testamento es propuesto con autoridad por el Magisterio de la Iglesia, ello se debe no a que el Magisterio esté «por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído»19.
En efecto, en los bloques de libros que integran el Nuevo Testamento se encuentra expresado el misterio de Cristo desde distintas perspectivas: histórica, didáctica y profética.
Los evangelios lo manifiestan desde la óptica histórica de su vida en la tierra. Narran lo que Jesús hizo y enseñó, su muerte, resurrección y su ascensión al cielo. En general siguen el esquema geográfico y cronológico con el que se exponía la vida de Jesús en la predicación apostólica22.
El libro de los Hechos de los Apóstoles continúa la narración histórica exponiendo cómo surge y se configura la Iglesia. Cuenta cómo ésta se extiende, animada por el Espíritu Santo que Cristo envía tras su Ascensión a los cielos23, hasta Roma y los extremos de la tierra. El libro de los Hechos desvela el misterio de Cristo desde la perspectiva de su actuación en la historia mediante el Espíritu Santo y la Iglesia.
Las cartas de los Apóstoles tienen un carácter más didáctico. En ellas, los autores explican a los fieles la profundidad del misterio de Cristo y el significado salvífico de la fe en Él, dan enseñanzas sobre el comportamiento del cristiano que vive unido a Cristo por la fe, proponen el modo de convivir dentro de las comunidades, y salen al paso de comprensiones incorrectas del Evangelio o de conductas incompatibles con él. En las cartas se pueden observar las diversas dimensiones del misterio de Cristo y la organización de las comunidades.
El libro del Apocalipsis, con el que se cierra el Nuevo Testamento, contempla el misterio de Cristo desde la perspectiva profética. Partiendo de la fe en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte por su resurrección, describe a grandes rasgos, bajo imágenes simbólicas, muchas de ellas tomadas del Antiguo Testamento, cómo va a ser el devenir de la historia y el destino de la Iglesia, hasta que se manifieste plenamente aquella victoria de Cristo, las fuerzas del mal sean completamente destruidas y se instaure un mundo nuevo, la Jerusalén celestial bajada del cielo. El libro del Apocalipsis ofrece de esta forma consuelo a quienes sufren la persecución a causa de su fidelidad a Cristo, y da motivos de esperanza para seguir viviendo la fe y de la fe en medio del mundo.
Diversidad de contenido y unidad fundamentalEn su unidad como Nuevo Testamento, los libros que lo integran mantienen al mismo tiempo su diversidad propia, contribuyendo, cada uno a su manera, a dar a conocer el misterio de Cristo y resaltando diferentes aspectos en la forma de vivirlo. Todos ellos reflejan la fe en Jesús Resucitado, Cristo, Hijo de Dios y Señor.
Los tres primeros evangelios, llamados Evangelios Sinópticos, fundamentan esa fe especialmente narrando sus milagros y su conducta, sobre todo en la pasión. Resaltan la vida cristiana como seguimiento de Jesús, siendo verdaderos discípulos (Marcos), cumpliendo sus leyes y viviendo en su Iglesia (Mateo) o imitando su bondad y su misericordia, tras una verdadera conversión (Lucas-Hechos).
El Evangelio de San Juan y las cartas de este Apóstol exponen con particular claridad la preexistencia de Cristo. Jesús es el Logos de Dios que se hace hombre y, con sus palabras y signos, revela al Padre. Lo peculiar de la fe es ese conocimiento del Padre, la comunión con Él y con el Hijo, y la vivencia de esa comunión cumpliendo sus mandamientos.
En las cartas de San Pablo se pueden ver diversos puntos de atención que reflejan un progreso de pensamiento y de situación. En las primeras cartas (Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, 1 Tesalonicenses) se acentúa la experiencia interior de la fe en Cristo y en su obra de santificación (justificación) mediante el Espíritu Santo recibido en el Bautismo que nos hace hijos de Dios en Cristo, y las consecuencias de novedad de vida que lleva consigo. Otras cartas posteriores del Apóstol (Filipenses, Colosenses, Efesios) ponen además el acento en la supremacía de Cristo sobre cualquier otro poder que quiera someter al hombre y en los efectos de la obra redentora que congrega a judíos y gentiles en un solo pueblo que es la Iglesia. En cartas paulinas posteriores, las llamadas pastorales (Tito, 1-2 Timoteo), se insiste en la fidelidad a Cristo manteniendo la sana doctrina recibida de los Apóstoles y obedeciendo a aquellos que el mismo Apóstol deja al frente de las comunidades. La Carta a los Hebreos, presentando a Cristo como Sumo y Único Sacerdote, invita a unirse a su Sacrificio mediante la fe y la práctica de las virtudes.
Otros escritos apostólicos, en forma de cartas más bien breves, reflejan también su peculiar visión de Jesucristo y de la vida cristiana. La Carta de Santiago, sirviéndose de algunas de las enseñanzas de Cristo en el Discurso de la Montaña, invita a manifestar la fe con las obras evitando discordias y practicando la justicia. En la Primera Carta de San Pedro se recuerda al cristiano que ha sido redimido (adquirido) por la sangre de Cristo y se le exhorta a una vida ejemplar en la práctica de la caridad, en el fiel cumplimiento de las obligaciones familiares, sociales y eclesiales, y en el soportar el sufrimiento. En la Segunda Carta de San Pedro, en cambio, se insiste en la fidelidad a la doctrina recibida, frente a quienes la desvirtúan, y en la paciencia en la espera de la segunda venida del Señor. Una orientación muy parecida se encuentra en la breve Carta de San Judas. En el Apocalipsis, que también tiene forma de carta, destaca la contemplación de Cristo victorioso en el cielo, y de la vida cristiana como fidelidad en la fe mediante la paciencia, avivada en la oración litúrgica y personal, y vivida en la esperanza de la Venida del Señor.
Cuando la Iglesia acepta y propone como Nuevo Testamento estos libros entiende que en todos le habla el mismo Señor, y que, por tanto, no hay ninguna oposición o contradicción entre unos y otros. Es más, entiende también que en la unidad de todos ellos como un solo Nuevo Testamento, el Espíritu Santo muestra la unidad de la Iglesia, aun conservando en su seno diferentes acentos en la comprensión y vivencia del misterio de Cristo. Así se muestra la riqueza de la Iglesia sin que por ello pierda en nada su unidad en la fe y en la comunión. La lectura reposada y meditada del Nuevo Testamento conduce al conocimiento más profundo de Jesucristo y a una comprensión católica de la Iglesia. «Es ese amor de Cristo el que cada uno de nosotros debe esforzarse por realizar, en la propia vida. Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él. No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz»24.
1 2Co 3, 14.
2 Catecismo de la Iglesia Católica, 124.
3 Hb 8, 6; Hb 9, 15; Hb 12, 24.
4 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 7.
5 1Co 15, 3-5.
6 1Co 11, 23; Hch 2, 42.
7 Ga 1, 12; Ap 1, 11.
8 Jn 20, 30-31; Jn 21, 24.
9 Mc 1, 1.
10 Lc 1, 1-4.
11 1Co 7, 10; Mt 5, 21-22; etc.
12 1Co 15, 3-5.
13 Apologia 1, 67.
14 Homilia in Lucam 1, 1.
15 Adversus haereses 2, 35, 4; 4, 15, 2.
16 Adversus Praxean 15.
17 De doctrina christiana 2, 8, 18.
18 Conc. Vaticano II, Dei verbum, 8.
19 Ibidem, 10.
20 Ibidem, 20.
21 Ibidem, 17.
22 Hch 10, 37-43.
23 Hch 2, 1-12.
24 S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 107.